Relato incluido en el libro "Golpe a la crisis" |
Que retumbe la fragua otra vez
Ya me lo decía él a mí, y claro, pasó lo que tenía que pasar.
De aspiraciones humildes, como su procedencia, Azorín Ramos, herrero, hijo
de herrero y nieto de herrero, había heredado de sus antepasados su carácter
afable –aunque no el gusto por la literatura–, y la fragua familiar en la que
ahora intentaba trabajar, y digo intentaba, porque el negocio no estaba muy
boyante. Era una profesión en decadencia. La artesanía en hierro, además de
cara, resulta innecesaria en estos tiempos, cuando tantos artículos se producen
en serie y a otros precios bien diferentes. Aun así, Azorín siempre decía lo
mismo:
–Es que uno no sabe hacer otra cosa. –Ese era
su sonsonete, y a decir verdad, trabajaba muy bien y era el creador de una obra
pintoresca.
Su sueño, como persona que supo pisar el suelo y ser
consciente de sus limitaciones, nunca fue otro que tener una vida normal. Y
poco a poco, a pesar de las adversidades del destino, lo fue consiguiendo.
Después de una juventud a la que logró sobrevivir, casi achicharrada por el coqueteo
con las drogas del momento, tuvo un amor que se convirtió en su esposa, a la
que no había dejado de querer, unos niños maravillosos y una casa por pagar.
–No, si no es mía, todavía es del banco –decía siempre que se presentaba
ocasión, con la sonrisa fuerte del que se cree poder con todo.
Pero eso era antes, antes de que la cosa empezara a ir tan mal. Entonces,
rodeados de cervezas, en el bar donde nos reuníamos, todos creíamos saber tirar
para adelante. Qué equivocados estábamos.
Al principio del final, todos hablábamos de lo mismo. En sus inicios, de
manera anecdótica, después con curiosidad, más tarde con recelo, y en la última
etapa con miedo. Al final, ya nadie quería mentar el tema. Era evidente que
estábamos naufragando, y una desasosegada aprensión nos azotaba por dentro. Esos
ratos que pasábamos juntos, cada vez más aunque tomáramos menos cervezas,
habíamos llegado a un acuerdo sin palabras, eran mejores si se llevaban con buen
ánimo. Que bastante teníamos el resto del día.
Crispín, trabajador del sector de la construcción, que llevaba en el paro
el último año y medio, lo llevaba advirtiendo:
–¡Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar!
Lo de la construcción se venía venir. Aquel boom de entonces, que parecía
no tener límites, tenía que cesar. Era insostenible, pero todo lo otro… Insisto,
nadie creía entonces que las cosas llegaran donde llegaron.
Azorín fue el segundo en caer en picado, tanto, que su médico de cabecera
le recomendó visitar a un psicólogo. Solo aguantó dos terapias. Y comentaba,
indignado, por qué lo dejó:
–Que las crisis son buenas oportunidades para cambiar, ¡maldito hijo de puta!
–se desahogaba con nosotros, viendo perdida su oportunidad de comprender lo que
sin duda le atormentaba–. Yo no quiero cambiar nada.
Pero no fue el último. El joven Ricardo, el más preparado de nosotros, con
dos carreras en la universidad, aguantó poco más de tres meses trabajando.
Siempre de aquí para allá. Es verdad que tenía buenos sueldos, cuando los
tenía. Pero ya no. Parecía no haber consuelo para él. El muchacho no podía ni
emprender su vida. Se acababa de independizar y otra vez tenía que volver a
casa de sus padres. El abandono de sus ilusiones le obligaba a separarse por
las noches de su querida novia, de la que tanto presumía.
Unos por jóvenes, otros por viejos, no se iba salvando nadie. Ismael, que
llevaba más de treinta años en una empresa, tampoco se libró del descalabro. Él
culpaba al gobierno, por su mal gobierno, y a los mercados. Pero ninguno
supimos decir ni qué ni quiénes eran los mercados. En otros momentos nos
habríamos reído y brindado por la madre que parió a los mercados, pero las
risas ahora también escaseaban. Ismael culpaba, asimismo, a los bancos, por el abusivo
ejercicio de su poder económico. Al final, el pobre hombre se resignó en una
hundida incredulidad, sabedor que para él, a su edad, el circuito laboral se
había cerrado herméticamente. Perdió toda esperanza de poder reemprender nada. A
veces decía verse en el futuro como un vagabundo.
Fueron días aciagos y tristes. Penas revueltas con alcohol. Desdichas
compartidas en la hombría de las lágrimas ausentes. Blasfemias y conjeturas,
que no llegaron a nada, salieron de nuestras bocas calientes. Lanzamos maldiciones
estériles y juramentos asesinos, encendidos por la pasión del que ya no tiene
nada que perder, y reprimidos por etílicos sorbos de rabia.
A mí siempre me había parecido que estás eran cosas eran del pasado.
Ingenuo que es uno.
Un ambiente levantisco fue caldeando nuestras reuniones. El más rebelde era
Soriano, trabajador municipal. Siempre, o casi siempre, venía acompañado de su
mujer y una amiga, Isabel y Susana. La primera trabajaba en una inmobiliaria, y
naturalmente andaba con problemas, la segunda en la administración pública.
Pero nadie sabía quién era su mujer y quien la otra. Abrazaba a Susana, o
abrazaba a Isabel indistintamente, o les daba un beso cuando consideraba que la
oportunidad se prestaba para ello, siempre envuelto todo en un contexto
amigable.
Soriano tenía una hija pequeña a la que atendía en muchas ocasiones la
madre de su mujer. Era un tipo afectuoso, y si cabe, bonachón, aunque tenía una
boquita disparada y mucha más decisión para decir burradas que para llevarlas a
su fin. Pero nada fue comparable como el día que saltó la noticia. En el
ayuntamiento, el concejal encargado de las pelas llamó “ajustes” a esa acción
de gobierno, la prensa hablaba de “recortes”, pero Soriano lo calificó de una
putada en toda regla y un verdadero atentado contra los intereses de mucha
gente humilde.
–Esos bastardos, que chupan lo que no tiene nombre, ahora nos quieren joder
a nosotros.
Isabel pasó su mano suave por su cara irritada. Susana le dio un beso en la
otra mejilla. Pero esa calidez femenina no puso freno a su airada cólera.
–¡Nos van a dejar en la puta ruina!
–Así estamos todos, tú por lo menos sigues teniendo trabajo –manifestó Crispín,
que vivía una situación verdaderamente más delicada.
–Déjalo que se desahogue –le dije yo, comprendiendo bien las circunstancias
de los dos. Pero también otra cosa, las confrontaciones de los que lo pasan
mal, puede llevar a que los desdichados rivalicen en las peores circunstancias
y vean al otro como parte activa de su propio problema.
–Ni desahogo ni ostias –saltó Soriano como un tiro–. A mí me matarán mis
sueños y robarán mi futuro, y los de mi hija, pero os juro que yo mato los
suyos, se llamen como se llamen, tengan la edad que tengan y me da igual que
sea niño o niña.
El silencio que se hizo fue sepulcral. El camarero miró para otro lado,
como si no hubiera escuchado.
–¡Sí, no me miréis así, que a estos chorizos lo que les hace falta es que
alguien les dé caña. No atienden de otra manera, se creen que el mundo es suyo,
y esto tiene que cambiar.
–Tranquilo, que así estamos todos –intentó apaciguarlo Azorín.
–¡Tranquilo! ¡Tranquilo! No me jodas, Azorín, con la que se nos está
viniendo encima, y me dices tú, precisamente tú, que me esté tranquilo. Estando
tranquilos no sé qué cojones vamos a conseguir. De qué te sirve estar
tranquilo, ¿te lleva eso gente a la fragua?
Lo que era evidente, y así se lo hice ver a Soriano con un mohín de mi
rostro, es que Azorín no estaba tranquilo, lo estaba pasando muy mal, y era
mejor no agitar más sus ya decaídas esperanzas. Además, cada uno lleva las
cosas como puede, y se desahoga según le da a entender su naturaleza.
–No te inquietes, Soriano –le murmuró cándidamente Isabel–. Ya sabemos cómo
son, elegidos, eso sí, democráticamente –finiquitó con manifiesto retintín.
–Me cago en esta puta democracia y en la madre que la parió. ¡Democracia de
subnormales!
–Los amparan las urnas –dijo el bueno de Ismael.
–¡Las urnas. Las urnas! –exclamó Soriano–. Las urnas de la trampa, te
repito. En realidad ganamos siempre los que no votamos. Malditos sean. Bien se
saben aprovechar del montaje.
–Un respeto, por favor, que la gente hace lo que quiere, y tenemos la
suerte de poder votar con total libertad.
Soriano se rio maliciosamente.
–La gente es subnormal –el exaltado Soriano seguía en sus trece, tal era su
fastidio–. Y sobre la libertad de vuestro voto
electoral es muy discutible, que la gente está subyugada por los consejos de la
puta televisión. Y no me diréis que la televisión es justa e imparcial, que es
lo que me faltaba por oír.
Susana, que las lanzaba sin paracaídas aunque comenzara hablando
sutilmente, hizo oír su voz.
–De aquellos barros vienen estos lodos.
Algunos pusimos cara de interrogación, otros, sin saber bien a qué se
refería, comenzaron a asentir con la cabeza.
–Lo que quiero decir, y está más claro que el agua, es que tenemos un
pasado que ha dejado mucho lastre.
–Explícate –le sugirió Ismael.
–Qué te voy a contar que tú no sepas, eres mayor que yo y bien sabes a que
me refiero.
–¿No me vendrás ahora a hablar de Franco?
–No me hace falta hablar de ese, pero si quieres te hablo de la transición,
otro fiasco.
–¿Y eso? Ahora me entero yo –tarareó Ismael con manifiesto desencuentro.
Eso mismo animó a Susana.
–Pues mira por donde te voy a decir lo que pienso sobre ese cobijo de
fachas y sinvergüenzas, que eso es lo que fue –entonó ahora ella–. Un arreglo
entre los fascistas privilegiados de siempre y unos calzonazos que tenían más
miedo que vergüenza, que con tal de que les dejaran probar el pastel, se bajaron
los pantalones.
–Pero el problema actual es mundial –aclaró Ismael–, no sé que tienen que ver
los padres de la transición, de los que deberíais hablar con algo más de
respeto. Si hubierais conocido aquello…
Soriano se dio por aludido y saltó como una escopeta.
–El problema es mundial, efectivamente, pero los que aquí lo gestionan y la
manera de hacerlo viene precisamente de aquella época. No hay otra alternativa
que no sea blanco o negro, bien lo ataron. Hablas de respeto, Ismael, yo tengo
el mismo respeto por ellos que el que tienen ellos por nosotros, ninguno.
Ninguno, enteraros bien.
–Si no son unos son los otros, son todos iguales –saltó Crispín, escaldado
por su situación y a la vez, intentando relajar el ambiente.
Avanzaba la conversación y se iban sumando más adeptos a la revuelta. El
primero en hacerlo claramente fue el joven Ricardo.
–No, si tenéis toda la razón del mundo. En estos tiempos lo más razonable
sería socializar tanto los recursos como las escaseces. Y eso no está pasando.
Le dan el dinero a los bancos y bajan los sueldos a los trabajadores. Recortan
en sanidad y educación y a la Iglesia o a la Casa Real ni la tocan. Les dan
unos privilegios a los empresarios y les quitan los derechos a los que
verdaderamente se lo merecen. La injusticia es clara.
–Y medieval –sazonó Susana.
–De auténticos jetas –remató Isabel.
–¿Y qué proponéis? –preguntó Ricardo–. Esa es la cuestión.
Las palabras incendiarias de Soriano volvieron a oírse.
–Lo más lógico sería quemar sus casas con ellos dentro. Y los
ayuntamientos, diputaciones, bancos y otras casas de putas por el estilo, con
perdón para las putas.
–Ya te vale, Soriano, no seas salvaje –le dije yo.
–¡Salvaje! ¿Me llamas salvaje a mí? Salvajes ellos, que nos machacan a nosotros
para enriquecer más a cuatro ricos.
El que cambió el rumbo de la tertulia fue Azorín:
–Habláis de grandes temas y grandes revoluciones. Parecéis políticos,
bueno, ellos son mucho más maleducados, esa es la verdad, solamente hay que
verlos en el Parlamento. –Todos reímos, pues en las palabras ignominiosas de
Soriano la educación y la mesura brillaban por su ausencia–. Yo os voy a hablar
de algo más humano, más personal. –Se hizo el silencio, centrándose la atención
en él–. ¿Sabéis lo que se siente cuando llega el día en que no hay nada para
comer en casa? –preguntó con los ojos humedecidos, ya sin su antigua rabia.
Nadie tuvo respuesta para ello. Azorín se levantó y marchó de allí,
decaído, como quedamos todos nosotros, pensativos en el rescoldo de sus
desdichas recién confesadas, sufriéndolas también, pero de manera muy diferente.
Los días fueron pasando. Mientras, cada uno soportaba sus apuros de muy
distinta forma. Crispín guardaba un silencio de losa de tumba. Soriano
despotricaba a viva voz, como intentando que escuchara hasta el propio
maleficio, pero éramos nosotros quienes le escuchábamos. Sus inseparables
Isabel y Susana secundaban sus vehementes ideas. Azorín se encerró en su fragua
divagando en ridículos sueños. Pero los demás, nos negábamos a sacar fuera lo
que nos corroía por dentro, esa era la verdad.
Lo amargo, lo verdaderamente trágico, irrumpió como un misil asesino unas jornadas
más tarde, el mismo día que íbamos a celebrar que a Crispín le habían salido
unas peonadas.
Azorín llevaba varios días sin aparecer por el bar. Nosotros lo achacamos a
que no podía permitirse tomar su cervecita, que tanto le gustaba, y que por eso
mismo no asistía a las tertulias que allí manteníamos. Yo mismo lo invité
algunos días. Los que podían permitírselo hicieron lo mismo, pero ya no
aceptaba más invitaciones. Sabíamos que se recomía por dentro en la soledad sin
trabajo de su fragua.
Ese día infausto, una esquela apareció al lado de la puerta del bar,
tiñendo de desdicha y aflicción nuestras confianzas quebradas. Era la triste esquela
de nuestro compañero Azorín.
Todos quedamos petrificados. Nadie sabía nada sobre lo ocurrido. Parecíamos
espectros ausentes. De la noche a la mañana se había esfumado una vida, la vida
de un amigo. Poco a poco comenzaron a circular rumores. Y la realidad, cuando horas
después la conocimos, nos sacudió todavía más, si cabe. Azorín se había
suicidado. Se había colgado de una cuerda metálica en su fragua. Lo descubrió
Herminia, su mujer, cuando fue a buscarlo la noche anterior, al no aparecer por
casa. Había dejado una nota encima del yunque, pero ese fue un secreto que se
llevará Herminia a la tumba, porque nadie supo nunca lo que había dejado
escrito Azorín.
Nada calmó el duelo de Herminia ni el de sus hijos. Ni las pastillas, ni las
asistencias psicológicas ni las palabras de apoyo de la familia lograron el más
mínimo consuelo. Nada. Sus llantos se convirtieron en una perturbación definitiva,
en un estremecimiento total. Era la imagen del más tierno y sentido dolor
primigenio. El ocaso de cualquier esperanza.
Lo enterramos ese mismo día por la tarde. Una tarde soleada inundada de
profundos sollozos y lamentos ciegos. Ninguno de nosotros pronunciamos palabra
alguna, solo tuvimos suspiros penados y miradas afligidas. Acompañamos el
féretro al cementerio para decirle el último adiós.
Crispín lloró en silencio como un niño chico.
Ricardo
no levantó la cabeza en todo el entierro.
Ismael
se mordió las uñas, desquiciado.
Susana
hubiera quemado el mundo.
Isabel
no se lo podía creer.
Soriano
olvidó su revolución y se encerró en sí mismo.
Y yo, yo
le escribí, después, en casa, estas breves pero sentidas palabras:
El obrero y las alpargatas. El trabajo ausente.
Las calles remolonas azuzan las antenas
y las perezas campan alrededor de los templos.
La última fragua la cerraron anteayer.
-Aguanta, -le dijo el viejo herrero.
-¿Aguanta, para qué?
No era cosa de dinero, ni cuestión de querer o no querer.
la competencia se había ido a la mina
o a la oliva de Jaén.
Pensaba en su hija Clara,
en su querida Herminia
y en el pequeño Rafael,
pensaba, con manso lamento, que hoy martes no había nada
que comer.
Crujió entonces el yunque a muerte,
la fragua no se encendió siquiera la última vez,
la sierra, quieta y con ojos de embeleso, contempló al martillo,
manco y sordo, golpeando libertario su sien.
Las campanas repicaron a duelo,
mientras, en el fango quieto, lloraban Clara, Herminia y
Rafael.
* * *
Copyright del relato Que retumbe la fragua otra vez José Villalba Garrote
Relato, que forma parte del volumen:
Castilla y León golpe a la crisis (5 narradores en clave de encuentro)
Ediciones Atlantis. Madrid - 2012
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