Jose Villalba Garrote
Ediciones Atlantis-Madrid-2010
(Finalista de los Premios "La isla de las letras" 2011)
SINOPSIS
Semana
Santa en Zamora. Durante la procesión nocturna de las Capas Pardas, el
industrial y cofrade Virgilio Casas sufre delirantes convulsiones y
muere, oficialmente de un paro cardiaco. Pero Leocadio Coscarón,
subinspector de la Policía Municipal de Zamora, que presencia la escena,
tiene sus sospechas, eso le llevará a indagar en la vida del muerto y a
sumergirse en el mundo del poder religioso, de los militares y la
prostitución.
Novela policiaca de corte clásico, con un final sorprendente, en la que
Jose Villalba Garrote muestra, con gran sentido del humor, una aguda
crítica social y el caciquismo de una ciudad provinciana.
CAPÍTULO 1
Mucho dinero
Jose Villalba Garrote
ADVERTENCIA
Es
de justicia señalar que muchos de los marcos donde se desenvuelve la
trama de esta historia son lugares reales. Aun así, los personajes y los
hechos son productos de la imaginación. La implicación de personajes
públicos, instituciones y agrupaciones debe entenderse como un préstamo
del imaginario colectivo. Advertido queda que cualquier semejanza con la
realidad no es más que mera coincidencia.
MADRUGADA DE MIERCOLES 8 ABRIL A JUEVES 9 ABRIL
1. Muerte en la procesión
La
calle, que subía muralla arriba y se adentraba, por el sur, en la parte
vieja de la ciudad, tenía las luces apagadas y las aceras estaban
abarrotadas de gente esperando. Para Leocadio Coscarón la espera
resultaba entretenida, absorto entre dos conversaciones contrapuestas. A
su derecha, unas abuelas, ataviada una con rigurosa vestimenta oscura,
la otra con estampados intratables y afortunadamente extintos, alababan,
cristianamente, a Jesucristo mártir; a su izquierda, dos jóvenes
turistas, obviamente algo bebidos y sin el menor respeto por la
religiosidad de la Semana Santa zamorana, se regalaban, carcajeando, las
obscenidades más delirantes. La chica parecía extranjera, tan rubia y
con esos ojazos azules, pero hablaba perfectamente el castellano. Si
acaso, tenía un suave deje, bastante sensual, por cierto. Las
ocurrencias y el sarcasmo del chico daban a entender que era
inteligente, que estaba medio borracho y que si era católico, no era muy
practicante.
Junto
a Leocadio, Marisa, que en toda la noche apenas si había hablado,
seguía mostrándose taciturna y pensativa. Delante de la pareja y en
primera fila, las niñas comían pipas como unos monitos en un zoo.
Seguramente éste fuera el último año que Ruth, la mayor, asistía con
ellos a una procesión. Ya este año se había quejado y quería ir con las
amigas. Leocadio entendía que la niña era aún muy pequeña para salir de
noche sola y no se lo había permitido, por eso Ruth estaba enfurruñada.
Por
la calle se acercaba, lenta, la expansión de una onda de silencio, rota
cada poco por el espeluznante crujir de las matracas. El continuo
murmullo que invadía la calle se iba apagando poco a poco, la procesión
se acercaba. Leocadio miró su reloj, faltaban un par de minutos para las
doce y veinte de la noche.
–¿Qué te pasa? –preguntó suavemente a su mujer.
Marisa
no quiso dar importancia a lo que la turbaba, tratando de ocultar su
nerviosismo, pero después de tantos años a Leocadio no se le podía
engañar. Ella era morena y muy bonita, con cara angelical. Y aunque
parecía frágil, era una apariencia muy alejada de la realidad, porque
Marisa era una mujer fuerte. Fuerte, alegre y decidida, capaz de echarse
sobre sus espaldas cargas que a muchos hubieran abatido prontamente. Y
lo había demostrado sobradamente durante la larga enfermedad del padre
de su marido. Además, tenía unas nalgas… «Culito de melocotón» le
piropeaba muchas veces él, siempre tocado con esa arrogante y distraída
actitud seductora.
Leocadio
lucía barba de varios días y transmitía un sugerente y encantador aire
canalla. Era alto aunque no exageradamente, y cuando quería, sabía
camelar con su sonrisa. Pero también podía plasmar la cara inversa,
cuando era necesario. El resto del tiempo intentaba mostrar una
apariencia neutra o una ironía agridulce.
–Cariño, cuéntame –insistió acercándose al oído de su esposa–, algo te inquieta.
Como
una gota de rocío asomó en un ojo de Marisa aquella lágrima. Brotó tan
suave y melancólica como lo era su fuente en ese momento.
–Me he quedado embarazada… –respondió la mujer en voz muy baja,
apesadumbrada, sin querer inmutarse, sabiendo que no tenía más remedio
que abortar. Aquel embarazo era imposible. Ahora ya no, a los cuarenta
no, era algo insostenible.
A
Leocadio aquella noticia le cayó como un jarro de agua fría. ¿Cómo era
posible haber sido tan imprudentes? No podía comprender por qué habían
bajado el listón de la prudencia de esa manera. Parecía imposible que
Marisa se volviera a quedar preñada, después de tanto tiempo practicando
sexo alegremente, sin condón. Desde hacía ya mucho, la única precaución
era la abstinencia los días de ovulación. Pero había pasado, otra vez;
con la diferencia de no ser ya aquellos chavales. Y otra vez habría que
recurrir al aborto y todo lo que eso conllevaba. Maldita suerte, era un
trance en toda regla.
En
ese momento, un policía municipal que precedía la solemne procesión de
aquel Miércoles Santo por la noche pasó delante de la familia Coscarón, y
a la par que saludaba cortésmente a Leocadio y a su mujer, pellizcó
levemente un carrillo de Ruth y revolvió los pelos de una sonriente
Ainoa. La pequeña se sintió muy importante. Ruth en cambio, por cosas de
la edad, se ruborizó toda.
–Estate
tranquila, todo se arreglará –dijo Leocadio a su mujer, tratando de
tranquilizarla mientras con los dedos de la mano derecha atusaba
cariñosamente su cabello, rubio desde hacía una semana.
–¿Qué
se tiene que arreglar? ¿Qué pasa? –preguntó Ruth inquieta, volviendo la
cara hacia sus padres. Sus ojos eran grandes y espabilados. Y en ese
momento revelaban las sensaciones de los que comienzan a percibir las
paradojas del mundo.
–Nada
cariño, no pasa nada –le contestó Leocadio, sonriente, sin mostrar
preocupación, zarandeándola cariñosamente por los hombros. Ruth con la
mosca detrás de la oreja continuó despepitando las semillas saladas de
los girasoles de Facundo. A su lado, su hermana Ainoa era todavía incapaz de percibir la sutileza de los problemas de los mayores; ya tendría tiempo.
El
traquetear destemplado de las matracas volvió a oírse, esta vez muy
cerca; era la inconfundible llamada al silencio que debe de reinar en el
devoto desfile de la Hermandad de la Penitencia. Enseguida llegaron los
primeros hermanos penitentes, desfilando pausadamente, algunos
descalzos, cubiertos todos con capas alistanas de lana parda sobre
trajes oscuros. Algunos cofrades llevaban debajo de la capa ropas
antiguas, vistosos chalecos y botones charros. Desfilaban con las
cabezas inclinadas mostrando sumisión e iban cubiertos con pesadas
capuchas caprichosamente bordadas. En sus manos portaban un farol de
llama viva.
La
imagen de los cofrades era imponente. Sus sombras titilantes sobre las
piedras del muro antiguo del Palacio del Obispo, producidas por los
rústicos faroles, tenían vida propia y exhibían un halo fantasmal. La
escena se podía remontar a los siglos del verdadero Medioevo. Las
sombras, transformadas en espectros oscuros de la noche, avanzaban,
acompasadas de lamento, por el murallón de piedra, a paso muy lento,
estremeciéndose. Las acompañaba el imprevisible resonar trágico y
quebrado de las matracas y la cadencia tenebrosa del bombardino que se
iba acercando. La impresión fue tan severa que hasta la pareja de
jóvenes turistas a la izquierda de Leocadio permaneció callada y
expectante, borrados de sus rostros cualquier asomo de guasa. Las
mujeres de su derecha se persignaron. Ainoa, la pequeña, miraba para
todos los lados, asustada. Marisa la cogió en brazos con un apacible y
cálido arrumaco. La niña se sintió más protegida, pero no por ello se
alteró su carita de estupor. La inquieta Ruth tampoco estaba en ese
momento para dar saltos de alegría.
El
sonido del bombardino era un gemido como de ultratumba, tan grave que
parecía venir del propio reino de las sombras. Y aquella marcha fúnebre,
qué decir de ella, era tan solemne que erizaba los cabellos del más
pintado.
El
hermano bombardino, envuelto por una sacra aureola, iba en medio, donde
la formación tomaba forma de cruz latina. Tras él y coronando la
procesión marchaba una talla anónima de finales del siglo diecisiete que
representaba a un lastimero y austero Cristo en la cruz. A los pies del
Cristo del Amparo en el cadalso solamente había un manojo de cardos
secos y una calavera esotérica que popularmente se conoce como “La
Niña”. El paso desfilaba transportado por doce hermanos sobre unas
sencillas andas de madera e iba alumbrado por cuatro humildes faroles.
La escasa y danzante luz de las llamas de los faroles le daba a la
imagen crucificada una apostura de arrebato y, a los que la
contemplaban, esa zozobra legendaria, tantas veces auscultada y asumida
por una gran parte de la humanidad. Un sacerdote desfilaba tras el
Cristo, engalanado con un más que elegante hábito. Muy cerca y marcando
el paso, sonaba el remolón tom tom tom… de un sobrio tambor.
Pero
lo sorprendente es lo que aconteció después. Un cofrade de avanzada
edad inició una serie de movimientos que desentonaron sobre el resto de
hermanos penitentes. Recordaba a una persona embriagada, descompasado
del resto, inventor él de nuevos giros epilépticos de un anárquico
ballet surrealista. De pronto, tajando el silencio, comenzó a gritar y a
reírse. Desenfrenadamente el cofrade, histérico, la emprendió con su
tosco farol de hierro fundido, batiéndolo con furia, lanzando mandobles a
diestro y siniestro, como si luchara contra un espíritu invisible que
solamente él podía percibir. Casi le quitó la cara a una señora mayor
que sin dar crédito miraba embelesada lo que ocurría. A fuerza de
golpetazos, por dicha al vacío, se fue haciendo un hueco cada vez más
grande entre el gentío. No duró mucho la contienda virtual porque
enseguida el pobre loco cayó al suelo como si el enemigo invisible le
hubiera clavado una daga en el corazón. El farol “de pajar” se soltó de
sus manos, planeó trazando un recorrido limpio para suerte de la
concurrencia y rodó cuesta abajo, encendido, hasta que un hermano
cofrade lo paró con el pie.
El
primero en posicionarse junto al caído, con la cartera en la mano,
portando una placa policial, fue el subinspector de la Policía Municipal
de Zamora Leocadio Coscarón, aunque en ese momento no estaba de
servicio.
–¡Abran
paso, soy médico! –gritaba detrás de Leocadio el joven turista a quien
el alcohol no había podido arrancar la agudeza natural de sus ojos
sagaces. Unos ojos que, traspasando unas leves gafas de montura de
titanio, revelaban en ese momento un arrojado interés.
El subinspector de la Policía Municipal se arrodilló a la vez que el
joven médico junto al cofrade en el suelo. Este les agarró a los dos de
la pechera, luchando contra lo inevitable, tratando de comunicarse con
ellos. Su cara era una sombra debajo de la capucha. Cuando Bruno, el
joven médico quitó el capuchón que cubría la cabeza del pobre hombre, lo
que vieron fue a un viejo de ojos pequeños y saltones, pellejo
apergaminado y nariz puntiaguda que agonizaba, pero al que aun se le
escapaba una risita tonta. Y les quería decir algo, pero de su boca sólo
salió una leve vocecita que se fue con las sombras:
–La hos… la hos… la hostia… –es lo único que oyeron decir al cofrade en
su último suspiro. Bruno lo intentó reanimar sin éxito, después
confirmó su muerte.
Inmediatamente
se arrodilló junto al muerto otro cofrade que dijo ser médico. Por su
edad, seguramente ya estaría jubilado, pensó el subinspector Coscarón
cuando entrevió su rostro bajo la capucha, un rostro triste que
expresaba penas recientes y deudas eternas.
Todo lo que vino después sucedió muy rápido. Alrededor la gente se
arremolinaba, pero Leocadio, con no pocos problemas, consiguió crear un
cordón de seguridad. Enseguida apareció el cura qué, como guardaespaldas
espiritual, seguía al paso del Cristo del Amparo. Se arrodilló junto al
muerto y le dio la extremaunción con la clásica retahíla terminal: “Ego te absolvo a peccatis tuis”.
El sacerdote vestía muy elegante, con bordada túnica granate sobre
hábito color crema. Aparentaba tener buena barriga bajo ese envoltorio
eclesiástico. Era bastante calvo y tenía una gran ceja desteñida y
alborotada. Pronto llegaron más policías municipales que se pusieron a
la orden del subinspector manteniendo a la gente prudencialmente
apartada. Y otro congregante, un señor mayor que marchaba dos o tres
filas por detrás del muerto se hizo sentir, presentándose como el juez
Varela. Dio algunas órdenes que Leocadio consideró poco afortunadas.
Urgía retirar al muerto, lo cual era tarea difícil en una cuesta
congestionada de público. La calle de las Peñas de Santa Marta es un
lugar estratégico para ver la procesión cuando ésta pasa por el arco
románico conocido como la Puerta del Obispo, y en ese momento estaba
hasta la bandera. El juez, incomprensiblemente, lo aclaró todo diciendo
que el difunto padecía del corazón y había sufrido un ataque.
«¡Qué sabrá él!» pensó Leocadio que estaba de rodillas examinando al
caído junto a Bruno. Los dos se miraron, arqueando las cejas con caras
de interrogación. El subinspector de la policía ansió desafiar al juez,
pero él era un don nadie en comparación, por lo que decidió callarse;
además, aparecieron dos jóvenes policías nacionales que enseguida se
prestaron a llevar a cabo las órdenes de su señoría. Bruno examinó al
caído y vio que tenía un cilicio fuertemente amarrado a su antebrazo
derecho, muy amoratado. El cilicio era una correa metálica con finas y
agresivas púas bien diseñadas para la mortificación corporal, y si no,
que se lo preguntaran al bíceps y al tríceps del brazo derecho del
desdichado. Grotesco espectáculo. Leocadio, que exploraba la cartera del
muerto y su documentación, miró al joven médico y se entendieron con la
mirada. Una mirada que quería decir algo así como “hasta donde llega la
fe fundamentalista”. Al levantar la vista, de hinojos junto al difunto,
Leocadio pudo ver a un cofrade expectante. Era un ex ministro y
actualmente eurodiputado. El resplandor de la llama del farol de pajar
iluminaba tétricamente su barbado rostro, agrandadas sus peculiares
ojeras bajo el capuchón de la capa de chivas. El ex ministro estaba de
pie detrás del juez, inmutable y silencioso, creyéndose en el anonimato,
cobijado bajo la capa tradicional de los pastores alistanos. Pero
Leocadio lo había reconocido.
–Señoría –dijo Leocadio, de rodillas junto al muerto, dirigiéndose al
juez Varela–. ¿No cree su señoría que deberíamos realizar alguna
comprobación antes de retirar el cadáver? Avisar al forense.
–No. Este hermano ha fallecido de muerte natural. Ya se lo dije,
padecía del corazón –finiquitó el juez mirando en lontananza. El juez
Varela miraba a los ojos o a la cara de sus interlocutores en muy
contadas ocasiones, y cuando se dirigía a alguien enfocaba su vista en
el infinito. Muchas bromas y burlas recorrían los juzgados y los
cuartelillos policiales a cuenta de la mirada soslayada del juez Varela.
–Pero no tiene por qué haber sido el corazón la causa de su muerte
–dijo un entrometido Bruno, todavía de rodillas junto al cadáver.
El juez ignoró como si no hubiera escuchado el comentario e interrogó
con la mirada al cofrade que se había presentado como médico. Éste, que
ni había tocado al fallecido, asintió con la cabeza y dijo:
–Efectivamente, un fallo cardiaco.
–Pues claro, qué va a haber sido si no, ¿un asesinato? No me venga con
historias, sargento. El hermano Virgilio ha muerto por lo que ha muerto.
Y debemos retirar el cadáver inmediatamente y continuar la procesión.
Ese hubiera sido su deseo –concluyó el señor juez mirando al Más Allá,
como si con su mirada quisiera traspasar las capas de la materia para
adentrarse en su propio reino. Un reino que desde fuera sólo se podía
percibir como un fatigado mundo autista. Porque el juez Varela, a pesar
de sus intentos por conservar un mínimo de equilibrio emocional, dejaba
que sus discordantes interioridades navegaran a la deriva. Y su mirada,
huidiza siempre.
Lo había llamado sargento y era verdad, hasta hace poco era sargento,
Primer Sargento, para ser más exacto. Pero la nueva corporación del
Ayuntamiento cambió el nombre de los mandos, amén de otras muchas cosas,
y ahora los sargentos de la Policía Municipal eran subinspectores.
–Pero su señoría –iba a señalar Leocadio cuando el juez Varela, ojos ausentes, le cortó secamente.
–Llamen a la funeraria y no se hable más. Y dejemos de dar esta imagen, por el amor de Dios.
–Ya estoy llamando, su señoría –dijo raudo uno de los policías
nacionales que desde que llegó había estado sacando lustre a la fondilla
del señor juez. A él, el juez Varela sí lo miró, con agrado, y vio la
impaciencia de un trepa esperando su momento.
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